Lorenzo Cordero: «Lo peor para el periodismo no es la censura, sino la autocensura, que sigue existiendo»
Casi nueve décadas contemplan a Lorenzo Cordero, historia viva del periodismo en Asturias. Su vida laboral está vinculada a La Voz de Asturias, el periódico en el que entró a trabajar en 1965, del que llegó a ser director y en el que colaboraba aún cuando echó el cierre en el 2012. Cordero rememora su larga trayectoria y los entresijos de aquel diario que era el predilecto de los rojos asturianos en esta entrevista celebrada en su casa de Oviedo: un séptimo piso de la calle Arzobispo Guisasola, con una impresionante vista de la ciudad al otro lado de la ventana de un despacho repleto de libros.
¿Por qué se hizo periodista? ¿Qué caminos le llevaron hacia esta profesión?
No sé, por lo visto lo llevaba en los genes. En mi casa, cuando yo era pequeño, se recibía el Heraldo de Madrid, un periódico de la República que duró hasta la guerra. Mis padres me habían enseñado a leer con sus titulares, y yo era muy aficionado a ojearlo. Yo tenía menos de diez años entonces, pero recuerdo los nombres de algunos articulistas, como un tal Juan García Morales que escribía todos los días un artículo de opinión política y que al parecer era cura. Yo soy un periodista vocacional: todavía creía en los Reyes Magos y ya decía que de mayor quería ser periodista.
La Voz de Asturias no fue su primera experiencia periodística.
No. A La Voz llegué en 1965, pero en periodismo había empezado en 1954. Yo, en Ribadesella, formaba parte de un grupín —del que ya no queda nadie más que yo— de personas que nos reuníamos todos los días en un café muy clásico que ya desapareció: el Apolo. Nos sentábamos en una mesa que tenían reservada para nosotros y hablábamos de todo: de novelas, de cine, de teatro… Sobre todo de teatro, porque yo fui un empedernido lector de obras de teatro. Y teníamos, también, un periódico que llevaba yo. Se llamaba Somos. El director no era yo, sino un redactor de La Nueva España, Enrique Mier, porque para ese puesto se necesitaba a alguien que cumpliera ciertos requisitos oficiales que determinaba el sistema entonces. Pero el director en la práctica, el que lo manejaba todo, era yo. El periódico tuvo mucho éxito: hacíamos una crítica municipal que sirve todavía para hoy. Lo leían mucho en la redacción de La Nueva España y en algunos bares de Oviedo, y eso hizo que Paco Arias de Velasco me invitara a dar el salto a La Nueva España. Era 1960: yo estaba en Madrid de viaje de novios cuando recibí la carta.
¿Cuándo y cómo llegó a La Voz de Asturias?
Llegué en octubre del año 65 y por recomendación de Luis Arrones. Luis era viajante y trabajaba en Almacenes Generales, pero también escribía artículos y reportajes sobre costumbres y tradiciones de Asturias, y colaboraba tanto con La Voz de Asturias como con La Nueva España. Yo me había hecho muy amigo de él, igual que de César Álvarez y de Agustín Guache Artime —Agustín Guache, ¡menudo periodista perdió Asturias con él!—. Habíamos formado un grupo que se hacía llamar Los Inocentes y una vez al mes nos reuníamos a comer y a charlar aquí en Oviedo, en La Campana. El caso fue que en un momento dado Arrones fue elevado de categoría: pasó a ser jefe de todos los viajantes de Almacenes Generales, y en consecuencia tuvo que dejar el cargo que tenía en La Voz. Me recomendó para sustituirle y en marzo de 1965 me llamaron, pero no me incorporé hasta octubre porque entre medias pasó algo.
¿Qué sucedió?
Apareció en la primera página de La Nueva España un artículo que se titulaba «Las características del capitalismo» y que indignó mucho a la pequeña y mediana burguesía ovetense, porque era ferozmente anticapitalista, aunque dentro de un canon perfectamente falangista. Yo, en La Nueva, además de ocuparme de la corresponsalía de Ribadesella ya tenía cierto renombre como columnista de opinión, y empezó a correr por Oviedo la voz de que el autor de aquel artículo era yo.
Pero no lo era, ¿no?
No, qué va. El autor era Alejandro Fernández Sordo, un falangista cerrado que era delegado provincial de Información y Turismo aquí en Asturias y que después ocupó elevados cargos en el país: acabó de ministro de Sindicatos con Arias Navarro. El caso es que esa autoría tardó en descubrirse, y entre que se descubrió y no en La Voz dejaron pasar el tiempo. Hasta que no se confirmó que yo no era el autor del artículo no me llamaron. Entré a trabajar el 5 de octubre de 1965.
¿Cómo recuerda sus primeros días en La Voz?
Mis primeros días consistieron en familiarizarme; en aprender cómo funcionaba aquello, habituarme al ritmo de trabajo… Para mí, la mejor escuela de periodismo fue la redacción de La Voz.
¿Cómo era el periódico? ¿Qué secciones tenía?
Un periódico normal, como los demás de la época… Tenía una sección de opinión, otra de información nacional, otra de internacional, otra de información regional con lo que mandaban los corresponsales en los pueblos, otra de cine y teatro y la última, que era una página típicamente política que se hacía con artículos que recibíamos de Colpisa, una agencia que había en Madrid a la que estaban suscritos varios periódicos nacionales y entre ellos La Voz. Funcionaba muy bien.
¿Qué labores fue desempeñando en el periódico?
Yo era fundamentalmente articulista de opinión, y también escribía los editoriales. Al mismo tiempo era jefe de información regional. Después pasé a ser secretario de Dirección, después miembro del Comité de Dirección, luego subdirector y finalmente director. Director lo fui ya en democracia, y en el preciso momento en que me nombraron me montaron una huelga salvaje tramada por el psoe y que fue declarada ilegal, pero pese a todo siguió adelante. Querían cargárseme y no les importaba cerrar el periódico. Por suerte, tres o cuatro de la redacción respondieron y los talleres también, pero hasta Efe nos suprimió la información. La cogíamos de la radio y así aguantamos desde noviembre hasta mayo, que fue cuando el dueño vendió el periódico al Grupo Zeta. Era el año 85 u 86.
¿Por qué esa inquina contra usted?
Les molestaba entre otras cosas, fíjate tú, que los tildara en mis columnas de socialdemócratas en lugar de socialistas. También que siempre escribiera ps(o)e, metiendo entre paréntesis la o de Obrero; o que me refiriera a ellos como Partido Socialista de la Omelette Española. Los llamaba así por el mote que tenía el grupo liderado por Felipe González del que Henry Kissinger había dicho a Helmut Schmidt, el presidente de los alemanes, que había que tutelar después de que mataran a Carrero Blanco: clan de la tortilla. Me negaba a llamar partido obrero al psoe de Felipe. De obrero no tenía nada: era una impostura total. Felipe había cogido las siglas del partido de Pablo Iglesias y lo había convertido en lo que es hoy: un partido interclasista, el ala izquierda de la burguesía y la derecha del movimiento obrero, como decía Poulantzas, un escritor griego que murió hace ya muchos años, en 1979: tiró todos sus libros por una ventana y luego se tiró él. Bueno, yo decía todo eso del psoe en mis artículos, y cuando Felipe montó aquello de la reconversión industrial decía que aquello no era reconversión, sino desmantelamiento, y todo eso los hacía rabiar. Me odiaban los franquistas por un lado y los supuestos socialistas por otro. ¡Socialistas! De socialistas tenían tanto como yo de arzobispo de Oviedo. Socialistas y de las jons… Al final consiguieron lo que no había conseguido el franquismo en años de persecución por arriba y por abajo: hundir el periódico. A mí, desde luego, no me fue mejor en la supuesta democracia que en la democracia orgánica de Cerillito.
¿Cerillito?
Sí, Franco. Sus hermanos le llamaban así porque era menudo pero cabezón (risas).
Volvamos atrás en el tiempo. ¿Qué artículos, reportajes, columnas, etcétera, redactados por usted recuerda con especial orgullo?
Reportajes escribí muchos… Por ejemplo, hice una serie de diez o doce después de un viaje a China al que fui, invitado por el Gobierno de allá, con un grupo de periodistas españoles, entre ellos Raúl del Pozo. Estuvimos quince días y visitamos Pekín, Shanghái, la Gran Muralla… Fue una experiencia preciosa. También estuve otros once o doce días en México, esta vez enviado por el periódico para hacer unos reportajes sobre la colonia asturiana de allá. Pero a mí lo que más me gustaba era el columnismo, el artículo de opinión. Yo tenía un sentimiento muy crítico y dominaba bien la ironía. Escribía todos los días una columna firmada con pseudónimo titulada A diestro y siniestro. No era exactamente un artículo de opinión, sino algo parecido a aquello de Ricardo Vázquez-Prada, Gotas de tinta, que era un estilo que entonces se llevaba mucho.
Su nombre de guerra era Horacio. ¿Por qué? ¿Por su admirado Horacio Fernández Inguanzo?
No, no. Por el filósofo romano. Yo a Horacio Fernández Inguanzo no lo conocía todavía cuando empecé en La Voz. Luego nos hicimos muy amigos, sí. Para mí Horacio es el Mandela de los asturianos.
¿Cómo era una jornada de trabajo normal en el periódico?
Pues… Yo iba a trabajar ya por la mañana, a las diez y media u once. A eso de las doce nos reuníamos los jefes de sección —éramos cinco o seis— y decidíamos los temas fundamentales a tocar en el día. Luego distribuíamos las tareas y cada cual iba y venía. Sólo [José Díaz] Jácome, el director, se quedaba en la redacción. Entraba cuando nosotros y estaba allí hasta las doce o la una de la noche. Tengo un gran recuerdo de él. Murió hace tiempo, en La Coruña. Se portó muy correctamente conmigo: me defendió en muchísimas ocasiones pese a verse comprometido con los artículos que yo escribía. A veces yo llegaba a mi mesa y me encontraba una nota de Jácome diciéndome: «Cordero, hay malestar por las alturas» (risas). Siempre tuve mucha suerte, en ese sentido, con los directores que me tocaron. También tengo un recuerdo muy grato de Paco Arias de Velasco, que, fíjate, era falangista, camisa vieja, pero conmigo se portó como un gran caballero, igual que [Juan Ramón] Pérez Las Clotas. Recuerdo que en 1962 escribí un artículo defendiendo a los mineros y que Arias de Velasco no tuvo ningún problema en publicarlo. No se publicó en Opinión, sino en las páginas interiores, en una de las que llamábamos de entrada, las de la izquierda. Pero se publicó. Conmigo, Arias fue una gran persona. Otros se metían conmigo, y en La Nueva España nunca pasé de ser colaborador porque, aunque Paco quería que ingresara en la redacción, se lo impidió un grupo de redactores clásicos de allá. Decían que me metía con la gente, fíjate tú. «Oye, tú, a ver cuándo dejas de meterte con la gente», me decían. Yo jamás me he metido con la gente. Me he metido con las ideas con las que consideraba que debía meterme, pero no con la gente que las profesaba.
El periódico era todo lo progresista que cabía en aquella España.
Sí. Era todo lo progresista que podía ser y a pesar de todos los problemas que hubo: sanciones administrativas, multas… Y era progresista en el sentido de que era un periodismo crítico. Crítico pero ético. Con esto, la ética profesional, hay que tener mucho cuidado.
De La Voz se recuerda especialmente que fue el único periódico asturiano que informó de las huelgas mineras de los años sesenta.
Sí. En las cuencas mineras éramos líderes, y lo éramos porque nos ocupábamos de todos los problemas de la minería. Cerrábamos el periódico a la una para que estuviera media hora después en los pozos mineros. Había un compañero, no recuerdo el nombre, que venía a buscarlos todas las noches para ir a venderlos a la salida del primer relevo en la mina. En la zona occidental también fuimos líderes. No así en la oriental, que era, como ahora, más de La Nueva España. Y en Oviedo lo leían los rojos. Si te veían con La Voz debajo del brazo, te espetaban con desprecio: «Ah, ese periódico de rojos…».
¿Cómo era la relación con la censura?
Pues problemática, claro. En España hubo, que yo sepa, dos leyes de Prensa: una firmada en 1938 por Serrano Súñer, el cuñado del emperador sin corona, que estaba copiada textualmente de la ley de Prensa nazi, y la de 1966, la reforma de Fraga. Con esa reforma creímos que llegaba la libertad, pero no pasó tal cosa. Hubo sanciones administrativas por un tubo y atropellos a periodistas por todos los lados. El caso emblemático en este sentido es el del diario Madrid, cuyo dueño era del Opus Dei.
Rafael Calvo Serer.
Calvo Serer, sí. Era del Opus pero antifranquista, y el periódico empezó a tener problemas en 1968, cuando el propio Calvo Serer publicó un artículo que se titulaba «Retirarse a tiempo. No a De Gaulle».
Una crítica del gobierno de Charles de Gaulle en Francia, sugiriéndole que se retirase e incidiendo mucho en la palabra general, que en realidad era una crítica a Franco.
Exactamente. Después de aquello suspendieron el periódico dos meses, y más tarde se decretó la suspensión completa. El periódico recurrió y recurrió pero se vio obligado a vender su patrimonio, y en 1973 la inmobiliaria que había comprado el edificio en el que el periódico tenía su sede lo voló para construir un edificio de apartamentos. Todo esto pasó con la ley Fraga. De todas maneras, el problema no era sólo la censura: también los controles del propio periódico, porque el director se la jugaba, y la autocensura, que es un defecto psicológico que uno arrastra toda la vida. Yo todavía me autocensuro muchas veces. La autocensura se quedó ahí instalada, igual que tantas otras cosas del franquismo. De la etapa del general superlativo queda prácticamente todo. Franco no murió, es mentira, está descansando en la pirámide esa que tiene allí en Cuelgamuros, y sus teólogos nazifascistas siguen todavía muy vivos.
¿Qué triquiñuelas practicaban para evitar la censura?
La cuestión era escribir entre líneas, y enseñar a la gente a leer así. Eso lo habían hecho muy bien los italianos durante la dictadura de Mussolini. En Italia había grandes periodistas y habían sabido fundar ese estilo de periódico irónico, de cosas dichas a medias, capaz de hacer crítica dentro de un sistema totalitario como el del general superlativo. Yo escribía, por ejemplo: «Escribo con la derecha, pero pienso con la izquierda», y todo el mundo entendía lo que quería decir. O escribía el siguiente diálogo:
—Dicen que van a instalar el uhf…
—¡¿El qué?!
—El uhf.
—Ah…
Un UHP (Uníos Hermanos Proletarios) camuflado.
Exacto (sonríe). A mí, un censor del que me hice amigo, un militar retirado que se llamaba Arturo y que paraba a tomar café por las tardes en el Rívoli, una cafetería que nos quedaba cerca cuando todavía estábamos en Gil de Jaz, me contó una vez que cuando llegaban mis artículos me llamaban El Intermitente: cada día una luz roja (risas).
Igual que los lectores podían descifrar esas referencias veladas, también podía hacerlo la censura. Su principal problema con ella lo tuvo como consecuencia de un juego de ese tipo: aquello de «dicen que murió el raposu…».
Sí (risas). Esas triquiñuelas para sortear la censura a veces funcionaban y a veces no, y aquélla no funcionó. Yo había escuchado el rumor de que Franco estaba muriéndose y escribí en mi columna: «Dicen que murió el raposu/ camín de la romería./ Que Dios lo tenga en su gloria,/ que buenas gallinas comía», y entonces intervinieron Alejandro Fernández Sordo —Fernández Sórdido le llamo yo; ya murió también— y el Oviedín del alma, que tenía ganas de echarme el guante desde hacía tiempo. Esta ciudad a mí me gusta mucho, pero tiene esa pequeña y mediana burguesía clásica que va a la ópera, que presume, que sigue todavía hoy funcionando como en la época del general superlativo. Muchos de ellos son unos advenedizos que ni siquiera nacieron en Oviedo. Bueno, el caso es que me tenían ganas, y propusieron a Antonio Crovetto, un periodista andaluz que trabajaba aquí entonces, que firmara una denuncia contra mí por haber escrito aquello y él lo hizo, y eso que, cuando me veía por la calle, me saludaba todo efusivo el muy cabrón. Intervino el Tribunal de Orden Público y tuve que ir a declarar al juzgado, en la plaza del Ayuntamiento. Al juez, nada más entrar yo, le daba la risa. «Yo le llamo porque me lo piden del Tribunal de Orden Público…», me decía. Entonces me preguntó por aquello del uhf. «¿Usted quería decir uhp?», me preguntó, y yo le dije que no, igual que le dije que no cuando me preguntó si el raposu de la canción era Franco.
¿Qué sentencia le impusieron?
Estuve cinco años sin poder firmar con mi nombre y trabajando en casa, y no me expulsaron del periódico porque intervino a mi favor el dueño del periódico. La cosa empezó a reblandecerse en 1974, cuando, viviendo todavía Cerillito, vino a Oviedo Pío Cabanillas, el ministro de Información y Turismo en el gabinete de Arias Navarro, e invitó a los periodistas a comer en el Reconquista y entre ellos a mí. Cuando me vieron entrar los periodistas adictos al régimen de La Nueva España, Región, etcétera, se quedaron patidifusos. «¡¿Pero qué hace éste aquí?!», y tal. De todas maneras, a la altura de 1976 todavía no firmaba en el periódico.
¿Cómo recuerda la muerte de Franco? ¿Cómo recuerda el 23-F? ¿Cómo se cubrieron esos acontecimientos en el periódico?
La muerte de Franco la viví con mucha tranquilidad, en casa. Yo me quedaba dormido todas las noches con la tele puesta y un día me despertaron las campanas de la catedral, porque yo vivía muy cerca, en la calle Santana. Al oír las campanas me dije: «Coño, esto es que murió Franco». Pero no hice nada especial. A mí eso de descorchar y beber champán no me iba. En realidad no tenía nada que celebrar, porque tenía la certeza de que aunque Franco desapareciera el franquismo no lo haría. El tiempo me dio la razón: todavía hoy estamos viviendo los efectos del franquismo. En el periódico tampoco se cubrió de manera especial: «Franco ha muerto», una foto de él en vez de una de Lola Flores y ya está. Sin más. El 23-F sí que lo viví con expectación y preocupación. Recuerdo que estaba en el periódico escribiendo el artículo del día siguiente con la máquina de escribir; yo trabajaba en un despacho con una pequeña estantería con libros y una pantalla de televisión también pequeña. La tenía enfrente, y recuerdo que de pronto, estando concentrado en la máquina, oí gritar: «¡Se sienten, coño!» y el pim, pam, pum de los disparos. Me levanté y fui corriendo a ver al dueño del periódico y al viceconsejero delegado, José María Fernández del Viso, una gran persona que murió hace poco; y les dije: «Acaba de producirse un golpe de Estado en Madrid; han invadido el Congreso». Recuerdo que Del Viso me dijo: «Cordero, coño, ¿cuándo has visto tú un golpe de Estado televisado?». Yo le dije: «Pues ahora». Luego estuvimos hasta las tantas siguiendo los acontecimientos por la televisión, esperando que saliera el Rey para decir las cuatro chorradas que dijo. Como sabes, no apareció hasta la una y pico de la mañana: yo creo que el famoso Elefante Blanco que anunciaban era él… Estaba en el ajo con Armada, no me cabe duda. También recuerdo que se empezaron a reagrupar algunos grupos ultras y que en una calle cerca de General Elorza, en un piso, se reunió un grupo bastante numeroso de antiguos falangistas que empezaron a hacer listas de gente a la que liquidar. En una de esas listas, según me contó uno que las leyó, iba yo. Imagínate. Hubo incluso falangistas que tuvieron miedo: un periodista del que me vas a permitir que no te dé el nombre, que era muy amigo pero falangista, fue a pedir asilo al arzobispado y se quedó allí toda la noche.
¿Qué otros acontecimientos históricos regionales, nacionales o internacionales recuerda con especial intensidad?
En general, la Transición, que fue una auténtica estafa política, y así lo escribí antes de que desapareciera La Voz y me lo tacharon. En cuanto a acontecimientos internacionales, recuerdo especialmente la guerra de Vietnam, que determinó muchas cosas que seguimos padeciendo hoy.
De usted dice el historiador Francisco Erice en el prólogo de sus memorias —El rojo color de la memoria (Trea, 2014)— que abogaba por un «regionalismo de clase». ¿A qué hace referencia esa etiqueta?
A que yo, en los setenta, notaba que ideológicamente Asturias estaba dejando de ser lo que había sido; que el movimiento obrero estaba desapareciendo con eso que se llamó reconversión pero yo dije desde el principio que no era reconversión, sino desmantelamiento, como el tiempo se encargó de demostrar. Yo quería un regionalismo, una ideología regional, que tuviera en cuenta a la clase obrera, y recuerdo haber escrito infinidad de artículos sobre ello en La Voz y en Asturias Semanal. Un regionalismo de izquierdas y de clase, obrerista.
Usted militó en el pce. ¿Puede un periodista militar políticamente sin perder la sacrosanta objetividad?
No, no, yo nunca milité en ningún partido. Tampoco me considero comunista. Marxista sí: a mí las tesis de Marx sí me convencen, y yo, siendo periodista, mencionaba mucho a [Herbert] Marcuse, a [Georg] Lukács y a otros ideólogos marxistas. Pero una cosa es el marxismo y otra el comunismo. Yo puedo decir que soy marxista, pero no que sea leninista. De todas formas, podría haber militado en el pce, y de hecho los del pce me insistieron mucho, pero consideré que no debía.
¿Qué cualidades debe tener a su juicio un buen periodista?
En primer lugar debe ser una persona normal. Parece una tontería, pero es importante. También debe leer mucho: si puedes intelectualizar tu trabajo y no ser un gacetillero más, mucho mejor. Tiene que ser crítico y no depender de ningún grupo dominante o no dominante. Yo nunca milité en ningún partido porque no quería convertirme en guiñol de los oligarcas que dominan todos los partidos. Un buen periodista también debe ser veraz; debe contar lo que ve y debe compatibilizar eso con el espíritu crítico. Un periodismo que no sea crítico no merece la pena; es una cosa fría e inútil. Y debe ser irónico, pero no ácido. Yo era irónico, pero no ácido. Yo creo que ésa es una de las cualidades fundamentales del periodista: dominar la ironía y ser crítico pero respetar siempre a las personas. Yo, por ejemplo, cuando se decía de Gabino de Lorenzo, siendo él alcalde, que bebía whisky, me negaba a hacerlo. Si Gabino bebía whisky o no, a mí me importaba tres pepinos. Era problema suyo y calculo que ahora lo será de los médicos que lo atiendan si es que tiene algún problema derivado de ello, punto. A mí me daba igual. Yo ataco las ideas, no a las personas. Las personas son muy respetables: yo tengo muchos amigos de derechas, franquistas incluso, y los respeto, igual que ellos a mí. Sus ideas me parecen deleznables, pero ellos no. Hay que saber distinguir.