El grito desde el Elogio

elogio

A Gijón acababa de crecerle en el promontorio de Santa Catalina una escultura que era bastante más que eso; no solo por sus dimensiones ciclópeas de megalito o templo arcaico, o por el hecho de que se pudiera pasear bajo ella y asomarse al horizonte del Cantábrico, el mismo al que Eduardo Chillida quiso cantar con ese gran pórtico de hormigón armado. El Elogio del Horizonte aspiraba a ser el emblema de un nuevo tiempo en una ciudad maltrecha y hundida por la crisis de las reconversiones; una villa que quería darse un lavado de cara y camelar al turista como antes había camelado al emigrante con su siderurgia. Y como a todos los emblemas, cuando se asumen como tales, al Elogio le salieron muy pronto nuevos e intempestivos usos. Entonces no se estilaba la expresión, pero, ¿qué mejor lugar para visibilizarse en una ciudad que en lo alto de lo que quería ser el punto más visible de la villa? Allí se encaramaron los insumisos asturianos, hijos y nietos de otros insumisos que protagonizaron en el conflictivo paso de los ochenta a los noventa la movilización civil que tocó encabezar a su generación